Como si se tratara de la satírica repetición de la historia de la que alguna vez habló Marx a través de Hegel, las repercusiones de la desaparición de Santiago Maldonado suscitaron una larga lista de repeticiones que, a modo de declaraciones, buscaron -ante todo y en principio- encubrir a una Gendarmería enjuiciada por el pueblo y defendida desde la esfera gubernamental.
Se repitió la desaparición, y se volvió a instalar un discurso ya ajado que encubre una horrorosa ideología genocida. Se volvió a emparentar la desaparición con el extranjero, con los paseos y los ocultamientos; con el miedo y la intencionalidad política.
Se repitió, también, el silencio. El vacío que supone lo peor y dispone el silencio para quitarle entidad a lo sucedido. Volvió entonces el temor, una vez más, a que se vuelva invisible lo sucedido. Y las redes estallaron, visibilizando la desaparición, queriendo gritarle al pasado en la cara “otra vez no”.
Se repitió la justificación de lo injustificable. Una vez más, las “acciones políticas” fueron acusadas de ser culpables, como si pudiesen ser culpables de algo. Volvió la acusación de lo que hizo aquel, con la compañía tal, y el miedo a decir lo contrario.
Se repitió la aparición de un cuerpo, otro 17 de octubre. Y volvió a sucederse la desesperación de los familiares. Se repitió la angustia y el llanto. Volvió, también, la desconfianza de una familia que esperó 7 horas frente a un cuerpo flotando, la llegada de ese único que les otorga confianza.
Se repitieron la pizza y el champagne, adornando un Walt Disney congelado entre risas. Volvieron el cinismo y la perversidad que sostuvieron el oprobio al que fue sometido nuestro pueblo, al que le ofrecieron placebos a cambio de entregar su dignidad.
Se repitió una vez más el dolor. El dolor de un pueblo que exige respeto, verdad y justicia. Un pueblo que quiere saber la verdad, y espera que sean entregados los culpables.