Fue un 13 de febrero de 1947. Perón ya había puesto en marcha el Plan Quinquenal y el empuje de Raúl Scalabrini Ortiz se materializaba en una gesta verdaderamente patriótica en nombre de la Independencia Económica.
Los ferrocarriles, que habían sido británicos desde el primer día, transportaban materia prima desde dispares puntos cardinales de nuestro país hacia el puerto de Buenos Aires, también británico, donde se embarcaba la producción en barcos británicos que se dirigían (en su mayoría) a Inglaterra. La forma de abanico que tenía el tendido de las vías férreas, respondía a un modelo económico que imponía el interés extranjero sobre el propio.
Si bien es cierto que Argentina, como “granero del mundo”, se fortaleció en su modelo agroexportador, el proyecto de los gobiernos nacionales se sostiene en la construcción de un modelo económico auto-sustentable que no dependa de las variables del mercado internacional. El famoso tratado Roca-Runciman había sido ya denunciado por Scalabrini Ortiz, quien veía en él solo una forma astuta de generar deuda pública sin el costo político y social que de ello derivaría.
El descubrimiento de petróleo en el sur había llevado ya a un conflicto con los intereses ingleses, quienes se negaron a extender la red ferroviaria. Si ellos transportaban petróleo en tren (con el bajo costo que significa) estarían compitiendo contra su propio carbón, algo inadmisible para la potencia imperialista.
Se compraron entonces las líneas ferroviarias en alrededor de dos mil millones de pesos (un arreglo que significó menos de lo que pretendían los ingleses). La oposición buscó por todos los medios vilipendiar la gesta patriótica. Se decía que los ferrocarriles tenían un alquiler que vencía en pocos años, cosa que no era cierta, sólo vencía la exención de impuestos aduaneros.
Con la nacionalización, el gobierno de Perón logró generar más trabajo y reactivar las economías regionales. Cuando el Estado se propone agrandar el Estado y promover gastos en nombre de sus ciudadanos, la economía se potencia. El dinero que sale del Estado nunca debe ser entendido como gasto sino como inversión; es el pueblo mismo el que recupera la inversión hecha por ellos mismos, a través de un Estado grande que los defiende. Triste destino tienen las empresas nacionales al caer en manos extranjeras que buscan, simplemente, el rédito propio del empresariado inescrupuloso.