Hace ya más de un siglo que nació Enrique Santos Discépolo, 116 años para ser exactos. Aún así, su compromiso se siente más vigente que nunca. Discépolo, aunque también era director de teatro y actor de cine, es conocido mayormente por sus tangos: Cambalache, Yira Yira, Qué vachaché, ¿Qué sapa señor? y Cafetín de Buenos Aires son los más recordados. Uno de ellos ha logrado traspasar las barreras del tiempo y la propia reinvención de la sociedad para establecerse como una creación artística atemporal: Cambalache.
En aquel emblemático tango conocimos al escepticismo con el que transitaba su vida en la Buenos Aires de mediados de la década del ’30. Discépolo dejó en claro que no solo los valores estaban en discusión, sino que el afano y las transas estaban a la orden del día. Claro, vivía los tiempos de la década infame, época en que los gobiernos “democráticos” asumían por fraude electoral. “Cambalache” refiere a ese modo de realizar un trueque con el fin de engañar al otro ¿de qué otro modo podría haberse referido Enrique a esos momentos aciagos de pérdida de valores democráticos?
Corría el año 1934, entonces Discépolo escribió que “el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente, ya no hay quien lo niegue, vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos”. El escepticismo del letrista también se puede leer en Yira Yira (1929): “La indiferencia del mundo, que es sordo y es mudo, recién sentirás. Verás que todo es mentira, verás que nada es amor; que al mundo nada le importa (…) Aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor, no esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor”.
La llegada del peronismo cambiaría su modo de ver la vida. Sus tangos, algunos prohibidos por el uso excesivo del lunfardo y ciertas referencias “a la embriaguez o expresiones consideradas inmorales” (según rezaba una ley de la época que se derogó en 1949), viraron hacia expresiones más optimistas. Sin embargo, su participación activa en la Revolución Popular llegaría recién en 1951 cuando, por motivo de las futuras elecciones, el gobierno dispusiera un programa de radio titulado “Pienso y digo lo que pienso” en el que participaban personalidades de la cultura como Tita Merello, Luis Sandrini, Juan José Miguez y otros. En él, los personajes acudían a la radio a leer un libreto. Discépolo fue convocado también, pero decidió que debía reformar los guiones para aceptar la participación en el ciclo.
Enrique inventó, entonces, un interlocutor a quien hablarle en sus intervenciones radiales. A aquel interlocutor imaginario se propuso explicarle los beneficios de la reivindicación popular que esgrimía el peronismo. A él le hablaba cuando explicaba los logros del gobierno nacional y popular y su importancia para la consagración de la patria. Recién en su novena participación, se conocería a su interlocutor como “Mordisquito”. Mordisquito es el carnero de la oligarquía, el cipayo; es la representación del germen de antiperonista que empezaba a tomar forma en la Argentina de los años 50. Mordisquito es el retrato del gorila porteño.
“Hace años y años, esto tan importante y precioso, esto que hoy es una patria era realmente un club”, le explica Discépolo a Mordisquito.
En sus 39 apariciones en la radio, dejó monólogos que hoy están más vivos que nunca. En su primera participación del programa, Discepolín mostraba cómo había cambiado su modo de ver la política y discutía explícitamente al escepticismo porteño: “¡Claro que vamos a discutir! No es que ser porteño signifique, obligatoriamente, ser descreído o ser escéptico. ¡No! Pero nos tuvieron tan acostumbrados, durante tanto tiempo, a prometernos la chancha, los veinte, el rango, el organito y la pata de goma sin darnos siquiera la mitad de los veinte que, lógicamente, ya no creíamos más nada, y frente a cualquier plataforma contestábamos: «¡Bah, promesas!» ¡Pero eso de seguir negando las cosas por inercia o como postura, no! Sobre todo que lo que ellos nos prometieron ayer sin dárnoslo, se cumple hoy: llega un Gobierno que toma las promesas en serio y las realiza”.
Algunas de sus participaciones pasaron a la historia, como la conocida historia del Té de Ceilan. Esta representación de la crítica al gobierno nacional y popular por cerrar las puertas a ciertos productos que no eran indispensables puede reconocerse en los relatos no muy lejanos de hace pocos años: “¿Qué me vas a contar a mí? ¿A quién le llevás la contra? Antes no te importaba nada y ahora te importa todo. Y protestás ¿Y por qué protestás? ¡Ah, no hay té de Ceilán! Eso es tremendo. Mirá qué problema. Leche hay, leche sobra; tus hijos, que alguna vez miraban la nata por turno, ahora pueden irse a la escuela con la vaca puesta. ¡Pero no hay té de Ceilán! Y, según vos, no se puede vivir sin té de Ceilán. Te pasaste la vida tomando mate cocido, pero ahora me planteás un problema de Estado porque no hay té de Ceilán”. Impecable. Para pensar sobre la quita de impuestos a objetos suntuosos y la suba en la venta de automotores de lujo, ¿no?
El monólogo continuaba explicando las ventajas del peronismo sobre la capacidad de consumo del pueblo: “Cuando las colas se formaban no para tomar un ómnibus o comprar un pollo o depositar en la caja de ahorro, como ahora, sino para pedir angustiosamente un pedazo de carne en aquella vergonzante olla popular, o un empleo en una agencia de colocaciones que nunca lo daba, entonces vos veías pasar el desfile de los desesperados y no se te movía un pelo, no”. No solo subió el consumo en aquel entonces, también se incrementaron los puestos de trabajo y el trabajo independiente: “«Ahora uno llama a un electricista y, para colocar un enchufe miserable, te cobra quince pesos. ¡Yo no sé adónde vamos a parar!» A ningún lado. ¿Por qué? Si ahí está tu error. Es que ese enchufe miserable, como era miserable la situación de ese electricista, ya no lo son. No hay nada miserable ya. Todo ha adquirido dignidad”.
Como si hablara apenas hace 5 o 6 años, Discepolín graficaba la postura del gorila porteño: “La geografía de tus sentimientos terminaba en la avenida General Paz (…) ¿sabés lo que decís ahora?: «¡Ah, en Buenos Aires ya no se puede comer! Vas a cualquier restaurante y no hay mesa. Están repletos. Tenés que esperar turno. ¡Hasta para comer hay que hacer cola!» (…) Vas a la cosa chiquitita buscando un síntoma negativo dentro de esta inmensa prosperidad general, y el argumento se te vuelve en contra como un boomerang”.
Su compromiso con el peronismo le significó el rechazo de un sector social que antes se había sentido representado por él. Muchos contemporáneos lo hostigaron, relegándolo, abucheándolo. Se iban de los bares cuando él ingresaba y le enviaban por carta sus discos rotos o con excremento; lo insultaban por teléfono a toda hora. Discépolo estaba enfermo y esta situación agravó su estado. El 23 de diciembre de 1951, poco tiempo de conocerse la victoria de la formula peronista en las urnas, el prolífico y multifacético artista falleció a los 50 años de un ataque al corazón. Tras la victoria electoral, Perón declaró que se ganaron las elecciones gracias al voto femenino y a Mordisquito.
Enrique Santos Discépolo supo reconocer en su propio tiempo las ventajas del gobierno nacional y popular. Supo incorporar la idea de patria que debemos recuperar para ese porcentaje de la población que nos sigue mirando de reojo. Porque la solidaridad y el reconocimiento del otro en nuestra obligatoriedad de sentir lo mejor para todos es una deuda aún en muchos argentinos. Pero como dijo él, hace ya más de 65 años, al peronismo no lo sale a buscar nadie; llega cuando es necesario repartir un poco las riquezas para que no se las queden solo unos pocos, llega para acabar con la miseria. Así le explicó, una vez más y mejor que nadie, Enrique a Mordisquito: “Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón ni a su doctrina. Los trajo, en su defensa, un pueblo a quien vos y los tuyos habían enterrado de un largo camino de miseria. Los trajo tu tremendo desprecio por las clases pobres a las que masacraste, desde Santa Cruz hasta lo de Vasena, porque pedía un mínimo respeto a su dignidad de hombres y un salario que los permitiera salvar a los suyos del hambre. Sí, del hambre y de la terrible promiscuidad de sus viviendas en las que tenían que hacinar lo mismo sus ansias que su asco (…) ¡Perón es tuyo! ¡Vos lo trajiste! ¡Y a Eva Perón también! Por tu inconducta. A mí lo único que me resta es agradecerte el bien enorme que sin querer le hiciste al país. Gracias te doy por él y por ella, por la Patria que los esperaba para iniciar su verdadera marcha hacia el porvenir que se merece. ¡A mi ya no me la podés contar, Mordisquito! Hasta otra vez, sí. Hasta otra vez”