La situación que se vive actualmente en la región es, cuanto menos, preocupante. No solamente por lo que pasa en Bolivia, sino también en Chile, Ecuador, y en las últimas horas en Colombia.
Los gobiernos conservadores llevan adelante procesos de restricción de derechos y garantías que ponen en tensión los lazos sociales de nuestra ciudadanía. Elevan el conflicto hasta llevarlo a la manifestación en las calles, como la única vía que encuentran los pueblos para defenderse ante el avasallamiento de derechos.
Las sociedades de América Latina se caracterizan por un alto grado de movilización. Sin embargo, los acontecimientos de las últimas semanas multiplicaron la ola de reclamos en la mayor parte del continente suramericano, expresando el descontento hacia modelos excluyentes.
El golpe de Estado en Bolivia es una de las situaciones de mayor gravedad que han vivido nuestras democracias desde la finalización de las dictaduras en el siglo pasado. Como tal, exige el posicionamiento de los líderes y organismos internacionales. Así lo hizo el presidente electo, Alberto Fernández. Es preocupante que otros representantes no lo hagan.
La asunción de un Gobierno autoproclamado, sumada a la escala de violencia en todo el territorio boliviano, merece la contestación de quienes defendemos las democracias y los Derechos Humanos. Así lo hizo el Parlamento del Mercosur con la declaración del 18 de noviembre en la que se reconoció que hubo una ruptura del orden democrático institucional, se rechazó el golpe de Estado en el país vecino y desconoció al nuevo régimen gobernante. Además, se repudió el uso excesivo de la fuerza, responsabilidad de los altos mandos policiales y militares.
La violencia que se vive en las calles chilenas habla de un modelo económico de profundización de desigualdades que tiene un hilo conductor con la caída del gobierno de Salvador Allende, y que nunca se ha terminado de romper. El conflicto se disparó por el aumento del precio del transporte. Sin embargo, es la punta del iceberg al cual se sumaron demandas de la sociedad acalladas durante décadas. Esto fue contestado por el Gobierno con la aplicación de un Estado de Emergencia y el Toque de Queda que lejos estuvieron de pacificar el clima social.
En Chile hay una clara violación de los Derechos Humanos. Así lo expresó el Secretario Ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: asesinatos, detenciones arbitrarias, desapariciones y abuso sexual por parte de las fuerzas de seguridad.
Ecuador también atraviesa una profunda crisis social visibilizada a partir de las marchas que se originaron al calor de los anuncios por el paquete de medidas neoliberales que pretende aplicar el actual presidente Lenin Moreno, como primer paso para cumplir con los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional. El descontento social con la gestión de Moreno expresa, sólo en parte, una crítica situación social en donde la pobreza aumentó 2,4% en tan solo dos años. A la represión y muertes de manifestantes se suma el exilio de dirigentes por la amenaza a su integridad física.
Colombia por su parte vive hoy un paro nacional con convocatoria masiva impulsada entre otras cosas por el intento de reducir el salario de los jóvenes al 75% del salario mínimo, allanamientos en varios colectivos de artistas y medios de comunicación alternativos; y el asesinato de líderes sociales. El presidente Iván Duque, a un año de asumir, ya cuenta con el 69% de desaprobación de la ciudadanía colombiana.
La liberación de Luis Inácio Lula da Silva, así como el triunfo electoral de Alberto Fernández en nuestro país y el intento de impulsar una nueva ola progresista en la región junto a Andrés Manuel López Obrador de México, son pequeñas luces de esperanza en este contexto preocupante que atraviesa la región. Nos resta aún saber qué sucederá el próximo domingo 24 en Uruguay, cuando se elija al próximo presidente.
Es imprescindible frenar las violaciones de los Derechos Humanos que se están llevando a cabo en los distintos países. Debemos esforzarnos por concretar el comienzo de una nueva etapa que ponga a los trabajadores y trabajadoras de América Latina en el centro de las políticas de los Estados, y donde el trabajo sea el motor de las economías para alcanzar un verdadero desarrollo con autonomía regional y cooperación. Sin la integración y solidaridad entre nuestros pueblos no será posible.