Un Estado ausente

La alegoría del buen y el mal gobierno, de Ambrogio Lorenzetti

Como escribí días atrás, en nuestro país conviven dos proyectos; uno de los cuales propone un Estado presente, activo, preocupado por su pueblo soberano. En ese modelo, el Estado y el pueblo son uno en sintonía, bregan por lo mismo, apuntan a las mismas metas: comparten el respeto por la cultura del trabajo.

En el otro modelo de país, el Estado funciona como intermediario entre particulares (el pueblo segregado en individuos, por un lado, y los dueños del poder y los negocios, por el otro). Quienes defienden este proyecto de país sostienen que se basan en un modelo meritocrático, en el que todos pueden de igual manera acceder a mejores posiciones sociales si así lo desean. El Estado, entonces, es un estorbo que se interpone entre los deseos de ascenso social y las posibilidades de la gente.

Muchas de las medidas que ha tomado el gobierno nacional desde que asumió en el 2015 tienen que ver con este modelo de Estado pequeño. Se quitaron los subsidios a las tarifas y los transportes porque el Estado no debe interceder entre los particulares (usuarios) y los particulares (empresas prestadoras de servicios): lo que no se dice, es que el dinero de los subsidios fluía del pueblo mismo que pagaba los impuestos (es decir, algo muy similar al modelo nórdico tan elogiado últimamente).

Otro ejemplo fue el que llevó a este gobierno a quitar las pensiones para discapacitados. Severas declaraciones aseveraron (en un país donde el desempleo crece a destajo) que un joven con síndrome de down debería poder conseguir trabajo si así lo deseara. Epítome de la meritocracia. Tras el descargo mediático y popular, el gobierno echó marcha atrás.

Así lo hizo también después de avalar la decisión de los jueces de reducir a la mitad las condenas por delitos de lesa humanidad. En principio, quienes dirigen los designios del Estado nacional hoy en día, creen que el Estado no debe interceder en lo más mínimo. Por eso decretan no pagar subsidios, dejan a la “justicia” tomar medidas en contra de nuestra identidad nacional, o quitan las pensiones a los discapacitados.

La última noticia que rompió en las redes sociales fue la del proyecto de la diputada nacional Paula Urroz quien pretendía terminar con la obligatoriedad de las vacunas. No sería raro que el tema se asiente en la agenda hasta lograr que se evalúe seriamente: nuevamente se estaría poniendo al Estado a un costado, dejando que los individuos decidan (según su nivel adquisitivo) implementar o no las vacunas. No es un tema menor: la vacunación (así como el acceso al agua potable) han aumentado el promedio de vida de la población de nuestro país de 60 a 75 años desde 1950. Este es un tema que compete al Ministerio de Salud, así como a la Organización Mundial de la Salud (y a tantas otras instituciones similares), y que ha logrado eliminar casi por completo la viruela, la poliomielitis, el sarampión y la hepatitis A, entre tantas otras. El caso del sarampión es un buen ejemplo: en Argentina no muere nadie de sarampión desde 1998, mientas que por su causa sucumben 400 personas al año en el mundo.

Ante el proyecto de quitar la obligatoriedad a las vacunas, resurge la pregunta sobre el rol del Estado en nuestra sociedad.

Un Estado ausente es un peligro, pero aún más peligroso es creer que los individuos, seres individuales que no pertenecen a grupos sociales, no precisan nada más que una buena actitud positiva para progresar. El Estado moderno no se edificó por la suma voluntad de sus partes, sino por proyectos que dieron entidad a las instituciones que proponen mejores condiciones para el pueblo. Ese pueblo que precisó un Estado presente, para poder progresar e imponer su voluntad de crecimiento.